Nació en buena cuna. Su madre, una guayín de diplomático retirado; su padre, un Cadillac Sedán de Ville de abolengo rancio.
Pero el Gran Dios General Motors le tenía preparada una sorpresa a este modelo 1998 nacido de una relación fuera de los estándares –se descubrió que en la familia había existido un Fiat, auto compacto, europeo y seductor-: Le dio un labio leporino, muy notorio en la parte izquierda de la defensa delantera.
Como era de esperarse, la familia acudió a un hojalatero de colonia alejada para arreglar el problema, para ejecutar la talacha y salvar la dignidad automotriz, pero el maestro dijo no: Su experiencia le decía que era mejor dejarlo así, de otra manera, tanto el radiador de la criatura como su cigüeñal hubieran sufrido daño irreversible. El nuevo auto crecería chueco, más deforme, totalmente irreconocible.
Con el tiempo, la familia descubrió que un Cadillac es como cualquier otro, pero éste… Éste era diferente; tenía dignidad, presencia, garbo. No a pesar de su deformidad, sino gracias a ella.
Ahora el autito circula, se siente lleno de vida y personalidad. Yo lo vi en un estacionamiento lleno de Minicoopers simples y de Volvos insulsos, incluso un Porsche estético, estático. El único que brillaba por bello era este Cadillac de labio leporino.
La naturaleza, incluso la automotriz, es sabia al enseñarnos que un defecto puede ser una notable virtud.
Claro, ese defectito era el que lo hacía auténtico entre tantos autitos perfecto como mi Mini. ¿Ya ves? Hubiéramos dejado a nuestro hijo con su pompa ponchada, jaja! -es bromita-
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