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Una edificación derruida, una escalera que permanece. Nada más surreal; Dalí o Juan Gris podrían haber imaginado esto, sin embargo, existió.
El inmueble esperaba apacible su muerte, varias empresas esperaban su deceso para levantar un conglomerado de departamentos in vendibles a parejas jóvenes sin hijos y con perro Labrador o Golden Retriever. En su último estertor, una escalera con alma de acero permaneció incólume para gritarle al mundo su deseo final: Que cualquier simple mortal trepara sus escalones para hacerla sentir viva.
La imagen muestra en primer plano los restos viscerales de lo que una vez fue el habitáculo de alguien; una familia, una viuda, un doctor o una pareja dedicada a la meditación trascendental. Nada importa, la vida se abre paso y deja escaleras a manera de icono esperanzador.
Pasé por ahí y experimenté el desasosiego: Hedor a salitre y caliche, el desentendimiento de los paseantes que atestiguaban una muerte lenta, incluso la indiferencia de las parvadas de coquitas que mudaban sus viviendas a árboles de la periferia para no convertirse en “daño colateral” de la evolución urbana.
Y ahora me imagino todo lo que pudo ser esa escalera: Cómplice de besuqueos furtivos, acceso de trasnochadores que no quisieron despertar a la comunidad, reducto de llantos de vecinos desesperados, el sitio para fumar, un espacio para ser…
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