Una tarde gris de agosto, absorto en mis pensamientos y rumiando mis reflexiones, pedí una señal al Cielo que me abriera los ojos, que me mostrara La Verdad tan clara como el cristal… y ésta llegó en forma de botella de Absolut y la imagen es la prueba milagrosa.
No es que el vodka sea el vórtice de vida, no. Pero ayuda. Ah, cómo ayuda.
Regurgité todas las frases de cantina que recordé: “Cualquier alegría que no provenga del alcohol es meramente ficticia”, “Busco mi lado espiritual, las bebidas espirituosas”, “El alcohol no es la solución… ¿y qué importa?”, “Vivir y beber son verbos complementarios”.
Después de un buen rato de divertimento, advertí lo una maravilla del chupe: Es el mejor transgresor de nosotros mismos, devela la parte oculta de la naturaleza humana, nos desinhibe de los pudores innecesarios... y cobra factura por uso desmesurado. ¿Han oído hablar de la cruda, el trascansancio, las endocalorías? ¿Sudor frío, promesas de “no lo vuelvo a hacer”?
El eros o “instinto de vida” y el tanatos o “pulsión de muerte” están presentes en cada trago, nos ayudan a equilibrar la vida. Alcohol es un término árabe que implica desambiguación, no es bueno ni malo, solamente facilita un estado mental-corporal-cómico-mágico-musical que está al alcance de cualquier persona de más de 18 años (oficialmente).
En fin, que embriagarse es un exceso humano, pero mi calcomanía en la ventana no le hace daño a nadie. Ni a mí; yo ni vodka tomo.
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