¿Quién no recuerda a Sam, el perro ovejero, y a Ralph, el coyote roba ovejas? OK, nadie, porque son de una caricatura viejísima, pero este perro me hizo recordarlos.
Ahí estaba Shazam –también su nombre es arcaico-, custodiando los autos en la pensión hasta donde su pelambre se lo permite. Pasó un gato frente a él y no hubo reacción, tampoco se movió cuando una pelota de goma pasó botando… “Vaya guardia”, pensé, pero en ese momento quité la alarma de mi auto y el condenado perro soltó un ladrido intimidante como grito de vendedor de máscaras de luchador en Chapultepec.
Me quedé quietito por precaución (con sabor a cobardía) y la bestia se acercó, me olisqueó y, como no huelo a oveja ni a Tsuru II sin alarma, nomás me inclinó la cabeza para que lo acariciara. Después de tres minutos de arrumacos de mi parte su ego estaba lleno, y aunque mi mano aún conserva su hedor a jerga asoleada, le guardo estima a Shazam.
Sigo preguntándome… ¿cómo demonios hacen estos animales para ver el plato del que comen? ¿Cómo conciben un sueño fresco en verano con ese pelambre de vocalista de banda de ska? Y la más importante: ¿Por qué Ralph, el coyote, no se robaba a las ovejas después de las seis, cuando terminaba el turno de Sam?
Como dice Juan José Millás, “Todo son preguntas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario