El arco iris se me había aparecido en una playa, en el parabrisas del auto –todavía no puedo explicármelo-, incluso en una bandera frente a un bar gay… ¿pero en una fuente de agua roja?
En la colonia Roma, cualquier excéntrico artista pudo haber traído agua del mismísimo Mar Rojo, pero no parecía ser el caso. Andaba de simple y nomás pensé que la señora de las quecas de la esquina tiró el sobrante de su vitrolero, agua de jamaica un tanto ácida, en donde mejor le pareció: La fuente. El sol pegó con un angulaje exacto y yo pasé sin querer en el momento ideal para tomar la foto.
A veces, sólo a veces, imagino que soy el único que presencia estas pequeñas cosas (de qué tamaño será mi egocentrismo), y es que eran las diez de la madrugada de un miércoles, momento en el que decenas de perros gustan de pasear a sus amos mientras los que no tienen mascota salen a exhibir su personalidad en un cafetín aledaño; y nadie parecía advertir que la fuente se estaba desangrando. Bueno, sólo uno: El teporocho del barrio, tipo alto, encorvado, de pies lastimados y mirada de “En este momento no me encuentro, por favor deja tu mensaje”.
En una última reflexión, porque el arco iris duró siete minutos, pensé que ese fenómeno natural era light, una “versión para smart phone” de los arco irises originales, que se ponen en el horizonte hasta que se les da la gana, como sindicato electricista en el zócalo.
Dejé el lugar medianamente alegre, pero con una pregunta que todavía me despierta a las tres de la madrugada con sudor en la pijama: ¿Deveras habrá sido agua de jamaica?
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