Mi tía Chayo, sabia como todas las tías Chayos, alguna vez sentenció una frase reflexiva de una enorme profundidad ontológica: “De bajada, hasta las calabazas ruedan”. Ciertamente ella sabe de esto, lo supongo a partir de su cuerpecito de calabaza de Jalogüín.
Varios años después tuve la oportunidad de confirmar esa Verdad Absoluta, pues fuimos invitados a Jocotitlán, pueblito de Peña Niet… del Estado de México; el recorrido turístico de 15 minutos incluyó una trepada casi a rappel para conocer “El Cristo de Joco”, que es como el de Corcobado, pero versión llavero.
¿Ya vieron las escaleras? No es de Dios; fue necesario un tanque de oxígeno, siete cuerdas y dos guías himalayos para lograr el reto, lo peor es que, ya al pie del monumento y después de cinco “no vuelvo a fumar”, pasó muy fresco un samaritano en su vocho junto a nosotros y amablemente comentó “hay vereda para subir con el coche”.
Mientras gozábamos la panorámica del "bello pueblito" (o sea, mientras recuperábamos el aire), notamos que los 2,194,378 escalones tenían grafiteos de las bandas del barrio, manifestaciones culturales de alto contenido artístico. Algunos los llaman “pintarrajeos”.
Pregunta: ¿Cómo le hacen estos vatos para tener pulso y escribir su nombre después de un ascenso casi en vertical? De acuerdo, estoy exagerando, pero no es necesario un suplicio así, los pueblos civilizados usan funiculares.
Ya de bajada fue diferente, confirmé que “hasta las calabazas ruedan”.
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