Afuera, los pinos y abetos retozan con serenidad a la espera del cierzo nocturno; adentro, yo disputo una partida de ajedrez contra mí frente a la chimenea y con un whiskey de mezcla de cien maltas. Detrás del tablero en un tornamesa suena el jazz de Milles Davis en unión con John Coltrane; el perfume de las castañas asadas se cuela por las grietas del ladrillo y se impregna en el herrumbre.
Las piezas de mi tablero fueron hechas a mano por artesanos egipcios, que cuidaron el proceso de precipitación de gases y líquidos con un amor sustancial. La textura es absolutamente lisa, perfecta, prístina.
Preparé mi apertura Ruy López con dedicación porque no quiero un enfrentamiento perfecto, esto es simplemente un ejercicio del máximo de libertad a partir de un mínimo de orden, al final, esto es el ajedrez. Es mi momento, es mi espacio; estoy dejando de lado por un instante a siete mil millones de seres humanos para disfrutarme un poco.
En esa imagen mental estaba cuando noté que en la foto había un reflejo absurdo, una mampara con bocetos de algún artista. No recuerdo haber colocado eso en mi chalet en Bavaria, claro, porque en realidad estaba en el Museo de Arte Moderno de la ciudad de México.
Mi gran, gran momento se fue de golpe al caño. Adiós al whiskey de cien maltas y a mi apertura Ruy López, a las castañas y mis piezas egipcias.
Por poquito y te ando reclamando porque te fuiste a un chalet sin invitarme, jejeje! Muy padre ese ajedrez, pero no sé desde cuando se volvió arte-objeto o.O
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