Ahí, quietito, está el avión. En otra circunstancia, ese aparatejo es una cápsula de emociones y un microuniverso en el que cada persona saca lo mejor o peor de sí, ¿cierto?
Está el valemadres que trepa su maleta familiar esperando que quepa en el “compartimento superior”, que es ligeramente más grande que un joyerito. Está la ejecutiva que se viste de gala para un Torreón-Zapotlanejo; la señora que parece despertar a su bebé para que chille de horror a tres segundos del despegue, el empresario cool de clase Premier al que le encanta que lo veamos todos al cruzar por el pasillo hacia nuestra clase turista y, no puede faltar, el hipster que tiene un gadget para toda necesidad, desde un barómetro rotacional hasta un celular que resiste 5 atmósferas.
Otros se comprimen y compungen: La adolescente frente a su primer vuelo, el cliente frecuente, representante de ventas nacionales, que nunca perdió el miedo a las alturas; el tech geek antisocial que no soporta más de 43 segundos sin conexión y el piloto de la nave, que espera que lo asciendan a un México-Dallas-Madrid para ganar alcurnia.
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